miércoles, 29 de septiembre de 2010

Historia del Jazz capítulo 1 parte 4

                    Capitulo IV - 1929-1935 -La Verdadera Bienvenida
                                          


                                                          Louis Armstrong


En 1929 la Bolsa se derrumbó. La Gran Depresión que siguió fue la peor crisis en Usa, desde la Guerra Civil.
La orgía más cara de la historia terminó. Empezando la década de 1930 más de 15 millones de hombres y mujeres, estaba sin trabajo.
El negocio de la música estuvo a punto del colapso. Y las compañías norteamericanas, que vendían cientos de millones de copias de discos en los años 20, la mayor parte quebró.
La compañía Victor dejó de hacer tocadiscos y vendió radios. Hicieron programas de radio en su lugar.
Eso significó que millones de norteamericanos podrían escuchar toda clase de música, tocada por toda clase de gente, gratis
Duke Ellington prosperaba y su sofisticada música y elegante estilo personal.
Mientras tanto, un nuevo sonido, de orquesta llamado Swing, se incubaba en las salas de baile de Harlem.

Louis Armstrong, que había ya revolucionado la música instrumental en Usa, volvió a Nueva York pero ahora a transformar la forma de cantar. Y en el proceso se ganó a un público nuevo.
En 1929 Armstrong tocaba casi exclusivamente para negros en el lado sur de Chicago.
Sus discos con los "Hot Five" y "Hot Seven", incluyendo su obra maestra "West End Blues", se vendieron bien en barrios negros, pero aún era poco conocido entre los blancos.



"West End Blues"  Louis Armstrong

Esto cambió cuando firmó un contrato con un agente conectado con la mafia, llamado Tommy Rockwell, quien le prometió más fama tocando para el público blanco de Nueva York como solista.
Armstrong accedió, pero contra los deseos de Rockwell, llevó a su banda con él. Viajaban en coche, durmiendo en las comunidades negras. Louis y la banda subieron al viejo Humpmobile de Louis y se dirigieron al este. Cruzaron miles de pueblos entre Chicago y Nueva York. Y en todos los pueblos había un disco de Louis sonando en frente de alguna tienda en unos altavoces, una tienda de discos o así .Estaban asombrados de lo popular que era Louis, ni siquiera él lo sabía.
En toda la historia de la música, nadie había sonado así.
Antes de él, la gente cantaba de otra manera. Louis inventó el canto jazzistico
Todos los cantantes, Frank Sinatra, Bing Crosby, Mildred Bailey, Jon Hendricks.En cualquier estilo, Sarah Vaughan, Billie Holiday, todos lo llamaban "Pops" (Papá).
Los músicos tocaban las melodías en un estilo muy rígido y anticuado. Y entra Louis a mostrarles una nueva forma. Articulada, completamente libre rítmicamente, reduciéndose a una nota, abstracta. Libre, sin tiempo.
Louis Armstrong es el cantante más influyente que de todos los tiempos. Y tenía una habilidad de improvisación vocal espectacular, tan libre como si estuviera tocando un instrumento.
Prácticamente rescribió canciones como "Stardust" o "Body and Soul".
Todos los cantantes de de la época fueron influenciados. Incluso los ya veteranos. Louis Armstrong era la estrella.
“Salíamos a mojarnos en la lluvia para tener una voz como la de Louis Armstrong.”

La gran orquesta retoma la idea de “call and response” (llamada y respuesta) de la lglesia Bautista.
En los primeros arreglos de Fletcher Henderson, los saxos y los metales de hecho se responden entre si.

En una Big Band, básicamente hay tres secciones:
  1.   Está la sección de saxos, (reed section: de cañas o lengüetas), que a menudo tiene clarinetes.
  2.   Está la sección de trompetas y de de trombones que gana importancia con los años.Originalmente, solo había un trombón . Los trombones y trompetas juntos forman los metales (brass section).
  3.  Y luego está la sección de ritmo, que originalmente tiene cuatro piezas guitarra/banjo, piano, bajo y batería.
Estas secciones trabajan como engranajes de una maquinaria. Y la tarea del orquestador es hallar nuevas, excitantes e imaginativas formas de fundir estos instrumentos, enfrentar a las secciones para crear nueva música.

En Broadway y la calle 51 estaba Roseland, la sala de baile más elegante de Manhattan, a donde iban
muchos neoyorquinos a olvidar la Depresión.
Durante más de veinte años fue hogar de Fletcher Henderson y su orquesta. Y fue allí que, junto a su mejor arreglista, Don Redman, creó un nuevo modo de tocar Jazz, el “Big Band Swing”

                                                       Fletcher Henderson y su orquesta

Muchos músicos que fueron estrellas empezaron con Fletcher Henderson.
Louis Armstrong, Red Allen, Chu Berry, Benny Carter, Roy Eldridge, Coleman Hawkins
Pero quienes pagaban para bailar en Roseland eran blancos. No se permitía entrar a los negros en la pista de baile.


A diferencia de la sala Savoy en Harlem, dónde músicos y bailarines de cualquier color podían ir.
Cuando la banda terminaba en Roseland, iban a tocar a Harlem hasta las tres y media de la madrugada.
Tocaba una banda antes de Fletcher, pero en cuanto él llegaba, todo se detenía. Todos se quitaban del paso, Fletcher abría con "Sugar Foot Stomp" y la multitud enloquecía.


                                                                    sala Savoy en Harlem

Vivíamos en un país muy segregado. Pero lo más sorprendente de la sala de baile era que fue el primer edificio en toda Usa que abría sus puertas totalmente integrado.
En ese momento no lo entendimos. No supe de esas cosas hasta que salí de la sala de baile.
Cuando iba al Savoy, no veía que había blancos y negros, sólo veía a los que bailaban en el Savoy. Ya fueses negro, verde, amarillo, al entrar al Savoy sólo queríamos saber si sabías bailar. Y si entraba un blanco, nadie giraba a mirarlo por ser blanco. Sólo veíamos: “¡mira, sí sabe bailar! Muy bien. Estupendo”.

Como el resto del país, los músicos, de todos los estados sufrían.
El 4 de noviembre de 1931, Buddy Bolden murió en el manicomio estatal de Louisiana. Veinticinco años atrás, fue el trompetista más famoso de Nueva Orleans, King Bolden, y fue de los primeros en tocar eso que se llamaría Jazz. En el momento de enterrarlo en Nueva Orleans no hubo dinero para pagar una banda que tocara en su funeral, como él había tocado en tantos en el pasado. Había trabajo para algunos de los blancos en la radio, pero los estudios estaban cerrados para los negros.

                                                                     John Henry Hammond

John Henry Hammond hijo, fue clave para la historia del Jazz y sin él muchos músicos, negros y blancos, tal vez no habrían alcanzado la fama.
Nació en 1910, el hijo mimado de una familia privilegiada. Bisnieto del rey de los trenes Cornelius Vanderbilt.
A los 12 años escuchó Jazz por primera vez y quedó impactado. Coleccionaba discos y entraba a los bares clandestinos de Harlem para escuchar a las bandas negras.
Terminó dejando Yale para hacer lo que nadie había hecho. Escribir seriamente sobre el Jazz y la sociedad.
Para muchos jóvenes como Hammond, el desencanto de la Depresión marcó el fin del sistema capitalista
y los obligó a reevaluar la vida en Usa, incluyendo las relaciones raciales.

“Era una época de depresión y la gente era muy izquierdista, de sentimientos y política, y se aproximaron al Jazz con una idea en la mente, gracias a los músicos negros. Era tiempo de reconocer que después de años de maltratos en Usa estaban haciendo un gran arte. Podrían describirme como un disidente social neoyorquino, libre para expresar mi desacuerdo con el sistema social en que había nacido y que muchos aceptaban y daban por hecho. La mayor razón para mi desacuerdo era el Jazz. Yo no escuchaba color en la música.” John Hammond.

A los 21 años horrorizó a su familia al borrar su nombre del registro social. Se mudó a Greenwich Village y
buscó y grabó a músicos negros que no recibían la atención que creía se merecían.
Hammond ayudó a comprar un teatro para que los músicos desempleados pudieran tocar lo que él llamaba auténtico Jazz organizó conciertos en la radio local, pagando a cada músico 10 dólares por sesión de su propio bolsillo más los gastos de transporte.

Al no encontrar una compañía americana que quisiera grabar a sus descubrimientos, habló con una compañía inglesa. Y cada noche recorría clubes en Harlem buscando talentos.
Coleman Hawkins, Fletcher Henderson, Teddy Willson, Benny Goodman, Count Basie, Charlie Christian,
Billie Holiday. Muchos de los mejores músicos de Jazz crecieron gracias a la ayuda de John Hammond.

En marzo de 1933, Franklin Delano Roosevelt fue investido presidente y ofreció un nuevo trato al pueblo.
La recuperación económica podía tardar años, pero subiría la moral de inmediato.
La prohibición fue abolida. Los bares clandestinos abrieron sus puertas después de 13 años.
Pero cuando los bares abrieron como clubes legales, el negocio bajó, la gente podía ahorrar comprando licor en las tiendas y bebiendo en casa.
Para recuperar clientes, los clubes nocturnos debían ofrecer nuevas diversiones.

Benny Goodman, de 23 años, a pesar del modesto éxito que tuvo en tiempos difíciles no estaba contento con la música que le hacían tocar. “No nos gustaba la música comercial, comentó.”
Inspirado por Chick Webb y Fletcher Henderson, Goodman buscó músicos blancos que gustasen del genuino Jazz, incluyendo al trompetista Bunny Berigan, al activo baterista de Chicago Gene Krupa y una joven cantante, Helen Ward.
En otoño de 1934, la NBC planeó un programa llamado "Let’s dance" para los sábados por la noche.
Necesitaban tres bandas: Una para tocar rumba, una para tocar música de baile ligera y una para tocar “Swing”, la música que le gustaba tocar a Goodman.
Pero Goodman tenía un problema. No tenía un repertorio lo suficientemente amplio o bueno como para llenar el horario. Le explicó esto a su amiga, la cantante Mildred Bailey.
Mildred le dijo: La banda suena genial, pero suena como todas, suena tan sólo bien. Necesitas una identidad personal. Y entonces ella le dijo: “Oye ¿por qué no consigues partituras de Harlem?”
La banda de Henderson tenía problemas y accedió con gusto a vender su repertorio a Goodman y a escribir arreglos nuevos.

                                                                  Benny Goodman

La reputación de Benny Goodman comenzó a crecer. Pronto, muchos norteamericanos planeaban sus noches de sábado pensando en el programa.
Ya que su público amaba las melodías populares Goodman encargó a Henderson arreglar melodías conocidas.
La banda era famosa por su precisión de entonación y ejecución.
Era música popular.

                                                                            Duke Ellington

Duke Ellington era elegancia. Era la capacidad de estar en medio de algo y por encima de ello al mismo tiempo.
“Nos enseñó el significado verdadero del estilo el verdadero significado de la gracia y de lo que es flotar.
Éramos gente frecuentemente descripta como torpe, estúpida, pies planos, todo ese tipo de cosas.
Ellington apareció en escena y todos esos mitos se disiparon.”
Mientras la Depresión crecía y había más desempleados sin esperanza de conseguir trabajo, Duke Ellington,
como Armstrong, prosperaba.
Era el líder de banda negro más famoso del país con su “jungle music”(música de la jungla) y transmitía a
nivel nacional desde el Cotton Club.
La primera impresión que tenías de Ellington es que era una figura trascendental de la música. Porque lo primero que oías tenía rasgos de toda la música que conocías.
Todos se identificaban con algo. Sabías de dónde había sacado esto o aquello. De Washington o de Mobile.
Inventó de una forma de orquestar el Blues a un conjunto más grande.
El sistema de armonización y conducción de las voces que él inventó y que sólo él conoce. Es una visión épica que es a la vez étnica y mezcla de todo.
Eso es lo que es tan sorprendente de él, que es negro sin ser excluido. En su música siempre hay una
invitación a entrar. Hay una calidad de bienvenida asociada con la civilización
Duke Ellington era nocturno. Entiende lo sensual y eso está en su música y su sonido.
“Ellington toca unas notas al piano y te lleva a una habitación de hotel donde algo interesante puede pasar”.

En 1933, Ellington salió de gira por Europa e lnglaterra. Fue un éxito. Un crítico inglés dijo que su música poseía una universalidad auténticamente shakesperiana.
Las mujeres lloraron y los jóvenes se arrodillaron. Ya en casa, la banda salió de gira doce semanas por el sur.
También fue un triunfo.
El critico del Dallas News llamó a Ellington un Stravinsky africano que borró la línea del color entre el
Jazz y la música clásica.
Pero los negros lo veían desde los lugares segregados. Y los hoteles y restaurantes blancos les prohibían la entrada.
Daisy Ellington, su madre, le enseñó desde pequeño a obviar incomodidades.
Después de la gira por el sur, en vez de sufrir la humillación de ser rechazados de hoteles y restaurantes, Ellington decidió que viajarían en sus propios autocares, comiendo y durmiendo en las estaciones de trenes entre actuación y actuación.
Los nativos se acercaban a preguntar qué diablos pasaba, recuerda Ellington. Y nosotros les decíamos así viaja el presidente.
Se hace lo más que puedes con lo que tienes.
A principios de 1934 le diagnosticaron cáncer a Daisy Ellington. Siempre había sido el centro de la vida de su
hijo, quien buscó a los mejores especialistas. Murió el 27 de mayo de 1935. Para el funeral, pidió a lrving Mills, su administrador, que llenara la iglesia con 3.000 flores. Entonces, se derrumbó de dolor. “Ya nada tiene sentido. Ya no tengo ambiciones”, dijo.
Bebía en exceso y no salía del apartamento que compartieron. Dejó de escribir.
Lentamente empezó a trabajar en una nueva composición. Llamó a la pieza "Reminiscing ln Tempo".
Era un tributo a su madre lleno de melancolía, cuidadosamente escrito. Incluso los solos estaban escritos.
Era lo más ambicioso que había escrito: Tenía tres movimientos y trece minutos de duración; cubrió
ambos lados de dos discos. Jamás se había grabado algo así.
La pieza asombró a los críticos. Algunos la llamaron pretenciosa y le recomendaron seguir con piezas de baile de tres minutos. John Hammond la calificó como un desastre: Sin el menor asomo de agallas.

Había dos mundos del Jazz: El del músico y el del crítico, el escritor, el observador.
El crítico, observador, escritor suele definir al Jazz diciéndole al músico qué puede y debe tocar y qué no.
Ellos son quienes establecen el canon en el Jazz. Quién es bueno, malo, quién un héroe o un vago y esas cosas. Creo que los músicos que leyeron esas cosas se sintieron perdidos en la selva.
Ellington rehusó a contestar a Hammond o a las otras criticas. Los siguientes 40 años seguiría explorando y experimentando creando parte de la música más sorprendente del país.

“Marzo de 1935, Benny Goodman y su banda son una gran medicina, una gran banda. Arreglistas y músicos siempre juntos; cantan juntos, muerden juntos, hacen Swing juntos.” - Revista Metrónomo.
En la primavera de 1935, la vida brillaba para Benny Goodman. La audiencia del programa subía cada semana. Pero la Compañía Nacional de Galletitas Nabisco, patrocinadora del programa, se puso en huelga y el programa se canceló.
Desesperado por mantener a su banda, Goodman buscó trabajo. Finalmente su agente firmó una gira por carretera hasta Los Ángeles. Goodman no estaba contento. Sabía que muchos en el país no conocían el Swing y el oeste tenía fama de anticuado.
La banda salió a mediados de julio, tocando de noche y viajando de día. No había dinero para autobús,
así que los músicos condujeron para cruzar el país. Las cosas no salían bien.
En Denver, el administrador del salón los echó después de oír media hora. El hombre les dijo: Contraté a una orquesta de baile. ¿Qué les pasa? ¿No saben tocar valses?
En Colorado tocaron detrás de una malla de gallinero para protegerlos de las botellas de whisky que tiraba el público.
Conforme la caravana avanzaba hacia California, Goodman comprendió que si su suerte no cambiaba, la banda no duraría mucho tiempo junta.
El 21 de agosto de 1935 Goodman y la orquesta llegaron a Los Ángeles. Creí que terminaríamos el compromiso, dijo Goodman, y regresaría a Nueva York a ser un clarinetista.
Entonces llegaron a la sala Palomar. Encontraron una muchedumbre haciendo fila para entrar. Y pensaron: ¿qué pasa? No puede ser para vernos a nosotros.
A Benny le dijeron en cada sala del país que no tocara Jazz. Sólo las canciones de baile.
Así que en el Palomar con toda esa gente no se iba a arriesgar.
Y empezó con un vals y con arreglos más comerciales. Y la gente estaba paseando, no había respuesta.
Así que las cosas no iban muy bien y Bunny Berrigan o alguien más dijo: Al diablo con esto.
“si vamos a caer, que sea tocando lo que nos gusta tocar. Y empezaron a tocar "King Porter Stomp".
Era lo que querían oír, lo que habían oído en la radio, Jazz.
El público gritaba acercándose a la banda, gritando y saltando.
No lo podían creer. Estaban asombrados.
Al día siguiente Benny Goodman era famoso.
El sonido del Swing que empezó con Louis Armstrong y se alimentó de las salas de baile de Harlem recorría el país.La época del Swing habia empezado
            
odio 4: La verdadera bienveidnida (1929 - 1934) El colapso económico y la gran depresión. La locura del baile se afirma, las grandes salas neoyorquinas trabajan con las orquestas de Armstrong, Ellington y Chick Webb, y lade Benny Goodman obtiene un resonante triunfo en Los Angeles.Ellington y Chick Webb, y la de Benny dman obtiene un resonante triunfo en Los Angel
Fuentes: 
http://www.escueladejazz.com.ar/ver_bonus.php?ID=3 

http://www.youtube.com/watch?v=HK_DQmPAitI&feature=relate

 Audio:
http://www.ivoox.com/historia-del-jazz-ken-burns_md_228119_1.mp3

 Link de descarga del video:
http://lix.in/-3908ed

sábado, 25 de septiembre de 2010

SARAH A. KING " dibujo a mano y la letra"



SARAH A. KING es un ilustradora que vive y trabaja en Londres . Sus obras se componen de una profusión de notas superpuestas dibuja con la mano. El uso de la tipografía tiene mucho movimiento en sus ilustraciones y se necesita tiempo para entender todas las sutilezas .



                                          Sketchbooks
 The First Machine Gun


Animation inspired by the mechanics of the first machine gun, invented in 1865.



                                       Illustration for Howies

The World Is Not A Sphere 




Animation inspired by the mechanics of the first machine gun, invented in 1865.


 





Critically Endangered110/70cm Illustration looking at the overwhelming effects of people on the natural environment

The Launch of Explorer I



An animation to commemorate Explorer I, the first american satellite to be launched into orbit in 1958

       





First piece of work for SFMOMA, a series of typographic maps applied to products in the museum shop 



                                          




                                                'Arcadia and Albion', illustration for  The idler         
                           Poster for Foyles bookshop, promoting 'Antigona And Me' by Kate Clanchy











                        Illustrations for the Carla Bruni Sarkozy Foundation, with Red Design




   If l could   do anything tomorrow, this is what I would do






                                                       Men and Machines, Dazed and Confused

                                   



                                                      Design for Balls To Bullfighting campaign





                                                     Illustrated Fruit for Graphic: Issue 12, Customise





                                                            Portrait of Charles Darwin                                                       





                                                             For New Statesman Magazine



                               Poster proposal for the University of Brighton Innovation Awards














                                               Illustrated plate, personal project. more coming soon.






                                                                          A banner for NoBrow

                                                          Michael Horovitz for Dazed And Confused

                                                                     Tom 'Black Jack' Ketchum


                                               Hand illustrated skateboard for the exhibition 'Decked'


                                                        Key trends in 2009 for Research World



Fuentes:

http://www.sarahaking.com/

http://www.leblogdebango.fr/2010/02/sarah-king-la-main-le-dessin-et-la-lettre/

http://www.sarahkingart.com/about.aspx#biography
http://www.youtube.com/watch?v=Fh85TFin7d8
http://www.youtube.com/watch?v=cSoQXCimuqk





viernes, 24 de septiembre de 2010

"Coetzee o de la complejidad" por Rafael Lemus

                                         John Maxwell Coetzee 1940 (Ciudad del Cabo - Suráfrica)

Hay por ahí una frase de Martin Heidegger –“La anécdota es enemiga de la razón”– que bien podría emplearse contra la mayor parte de la narrativa contemporánea. En realidad, pocas cosas más sencillas que detenerse ante una mesa de novedades, magullar algunas novelas y delatar su sobrada tontería. El uso de fórmulas y estereotipos en este libro. Los velos románticos, la tosca sentimentalidad, el feroz antiintelectualismo en este otro. El dócil fantaseo. El dócil costumbrismo. La idea, tan popular entre lectores y escritores, de que el género es menor y escapista, apenas un divertimento. La degradación ha llegado ya a tal punto que da pena que lo descubran a uno leyendo una novela. ¿Cómo explicarles que uno no ha claudicado ni lee solo para pasar el tiempo? ¿Cómo demostrar que la narrativa (como el ensayo) (más aún que el ensayo) es, puede ser, conocimiento –no una fuga sino otra manera de penetrar y comprender lo real?

Para convencer no es necesario dar marcha atrás y recurrir, otra vez, a los clásicos. Basta con acudir al que es, quizás, el más grande de los novelistas contemporáneos: J.M. Coetzee. Decir eso, que Coetzee es el mejor narrador en activo, es, a estas alturas, casi un lugar común; agregar que es, por lo mismo, uno de los dos o tres pensadores más potentes de la actualidad es menos ordinario. Pero de veras que Coetzee lo es. Primero, porque tiene de sobra aquello que uno espera de los grandes narradores –digamos: inventiva, originalidad verbal, rigor dramático, una fina comprensión del comportamiento humano. Después, y sobre todo, porque sus obras poseen un elemento –o mejor, una fuerza– que uno casi ha dejado de buscar en la ficción y ya solo demanda a los mejores ensayistas: tensión intelectual. No es nada más que uno pueda adivinar debajo de sus personajes y anécdotas un plan previo, una esmerada construcción conceptual que sirve solo como combustible para un texto que ha de rebasarla. No es tampoco que sus libros, en especial desde La vida de los animales, estén tapizados de ideas y debates. Es, sobre todo, que en sus manos la narrativa es un medio al servicio de la inteligencia: un vehículo para perseguir, y felizmente no alcanzar, la verdad.

La pregunta obvia sería: ¿por qué la narrativa y no el ensayo? O de otra manera: ¿por qué Coetzee elige crear personajes y tramas aun cuando, en sus libros más recientes, no parece querer otra cosa que discutir ideas sobre –digamos– los animales, el erotismo, el mal? En vez de responder, habría que arrojar algunos apellidos: Kafka, Beckett, Borges, Michon, Jelinek –intelectuales que también han optado por pensar a través de la narrativa. O incluso: Benjamin, Blanchot, Barthes –autores que prefirieron filosofar no en el vacío sino mientras interpretaban textos ya existentes. Lo que impera al final, en unos, en otros y en Coetzee, es un mismo deseo: el afán de encarnar el pensamiento.

Para hacer eso, entretejer pensamiento y ficción, los narradores suelen reblandecer los pasajes realistas y echar mano de la alegoría. No Coetzee, y ese es uno de sus rasgos distintivos: incluye, sí, elementos alegóricos

en sus tramas –alguna casa alevosamente dispuesta en medio de ninguna parte, una enferma terminal que se consume al mismo tiempo que Sudáfrica– pero jamás atenúa su realismo. Cualquiera que lo haya leído conoce esa rara mezcla de literalidad y simbolismo, relato y especulación, materia y espíritu, que destaca y enciende a sus libros. Allí está, por ejemplo, Vida y época de Michael K: una novela que es a la vez descripción de un vagabundeo a través de Sudáfrica y meditación sobre la Sudáfrica que el vagabundo recorre. Allí está, también, la doble naturaleza de Foe: narrativa por un lado, reflexión sobre la narrativa por el otro. 

Allí está, por supuesto, la inusual combinación de Esperando a los bárbaros: naturalismo brutal, densa alegoría.

Otro recurso a la mano de todo aquel que pretenda pensar por medio de la narrativa es, ya se sabe, la adopción del punto de mira de uno o varios personajes. A primera vista parecería que Coetzee se oculta detrás de protagonistas más bien cómodos: humanistas enfrentados, de una manera u otra, a la barbarie –un magistrado en Esperando a los bárbaros, un profesor en Desgracia, Dostoievski en El maestro de Petersburgo, un par de escritoras en Foe y Elizabeth Costello, todos sitiados por seres ásperos y violentos. Basta, sin embargo, que transcurran unas pocas páginas para que los muros entre los bárbaros y los civilizados se fracturen. Es entonces, ya perdidas las distinciones, cuando ocurre el momento clave –el punto crítico– de casi todas las novelas de Coetzee: ese instante en que los protagonistas, todavía más o menos al margen del caos, deciden lanzarse al abismo abierto bajo sus pies. En La edad de hierro: ese segundo en que la protagonista, una vieja enferma de cáncer, acepta al mendigo y al perro que han ocupado su jardín. En El maestro de Petersburgo: esa página en que Dostoievski opta por acompañar a un implacable joven nihilista, camarada de su hijo muerto. En Desgracia: cuando el profesor David Lurie se niega a defenderse de una acusación injusta y soporta estoicamente el castigo. En Elizabeth Costello: el apartado en que esa mujer, una escritora ya anciana, se resiste a confesar sus creencias, único requisito para que se le permita cruzar una puerta hacia el Otro Lado.

¿Qué pasa ahí? ¿Por qué personajes en apariencia tan racionales actúan, de pronto, tan inexplicablemente? Pasa, en principio, que esos personajes no son, en el fondo, tan Hombre lento no necesariamente determina lo que ocurre en las páginas 39 o 92. Pasa, además, que dentro de la moral de Coetzee (porque se delinea, sí, una moral a lo largo de la obra de Coetzee) nadie es verdaderamente inocente –y, por lo mismo, qué sentido tiene intentar esquivar los problemas cuando uno, nada más por el solo hecho de existir y ser blanco o burgués o civilizado, o, para el caso, negro o explotado o rústico, ya está en el centro del problema. Pasa, por último y por encima de todo, que el apetito de conocimiento, la necesidad de entender, arroja a los personajes de Coetzee hacia esos abismos –penetran la oscuridad porque ese, y no el frío raciocinio, es el único modo de comprender, de veras comprender, cualquier cosa. racionales ,las criaturas de Coetzee abandonan, en los momentos clave, la razón y confían en su instinto. Pasa, también, que en las obras del sudafricano no imperan las mecánicas leyes del conductismo ,no toda acción tiene una causa identificable

Si Coetzee es uno de los dos o tres pensadores vivos más importantes, es justo por eso: porque desconfía –como otros– del análisis distante, puramente racional, que acostumbran tanto las ciencias sociales como la mayoría de los intelectuales y porque se compromete –como nadie, con una vehemencia solo suya– con otra vía de conocimiento. ¿Hay que decir que esa vía se llama narrativa? ¿Hay que añadir que incluye, solo en la superficie, personajes y anécdotas y, en su núcleo, un severo desdén por la opinión y la certidumbre de que el fin de la escritura no es concluir sino explorar, no aclarar sino exhibir la densidad de las cosas?

Ya debe estar claro que un escritor así no anda por la vida brindando entrevistas, despidiendo juicios, firmando desplegados. Desde luego que Coetzee no lo hace. Rara vez participa en actos públicos –y si participa, se esfuerza en ser pálido y olvidable. Rara vez concede entrevistas –y si las concede, no habla de sus obras y se recluye, de pronto, en monosílabos. Rara vez emite opiniones –y si se le orilla a hacerlo, se escapa con su ya típica estrategia: leer un relato oscuro y zigzagueante (como el que preparó para la entrega del Nobel) cuando todo mundo espera una declaración sencilla y repetible.

Si ya se sabe esto, ¿para qué molestarlo entonces con un correo electrónico y solicitarle imprudentemente una entrevista?

Porque también se sabe que la trama del hombre es compleja y que no hay modo de anticipar la reacción de nadie y que cualquiera, incluso el escritor más hermético, puede apreciar el resquicio que se le ofrece y decir sí y lanzarse y responder todo esto:

Rafael Lemus

 AGOSTO DE 2010

Fuentes:

http://www.letraslibres.com/index.php?art=14820 

jueves, 23 de septiembre de 2010

Stefan Zweig "La estrella sobre el bosque"

                                                                             

Un día, cuando el diligente y apuesto camarero François se inclinó sobre el hombro de la bella condesa polaca Ostrovska, sucedió algo extraño. Sólo duró un segundo y no fue un estremecimiento o un sobresalto, un temblor o una emoción. Y, sin embargo, fue uno de esos segundos que abarcan miles de horas y de días llenos de júbilo y tormento, como el vigor vehemente de los grandes y fragorosos robles con todas sus ramas que se mecen y sus copas que se inclinan está contenido en un solo granito de semilla. En ese segundo no sucedió nada visible. François, el dúctil camarero del gran hotel de la Riviera se inclinó aún más, para presentar con mayor comodidad la fuente al cuchillo indeciso de la condesa. Pero su rostro descansó ese momento a pocos centímetros de las ondas dulcemente rizadas y perfumadas de su cabeza, y, cuando instintivamente alzó la mirada devota, sus ojos turbados vieron la suave y luminosa línea blanca con la que su cuello surgía de esa marea oscura y se perdía en el vestido rojo oscuro abullonado. Una llamarada color púrpura lo invadió. Y el cuchillo vibró suavemente en la fuente, presa de un imperceptible temblor. Aunque en ese segundo François intuyó las graves consecuencias de este repentino hechizo, dominó hábilmente su agitación y siguió sirviendo con el entusiasmo reservado y un poco galante de un garçon de buen gusto. Alargó la fuente con movimiento medido al acompañante habitual de la condesa, un aristócrata maduro dotado de una imperturbable elegancia, que relataba cosas indiferentes con entonación refinadamente acentuada y en un francés cristalino. Luego se apartó de la mesa sin alterar su mirada y su gesto.
Estos minutos fueron el comienzo de un estado de ensueño muy extraño y ferviente, de un sentimiento tan impetuoso y exaltado que apenas le corresponde el término grave y noble de amor. Era ese amor, de fidelidad canina y desprovisto de deseos, que los seres humanos generalmente no experimentan en la flor de su vida, que sólo sienten las personas muy jóvenes o muy ancianas. Un amor sin reflexión, que sólo sueña y no piensa. Olvidó por completo ese injusto y, sin embargo, inalterable desprecio que incluso personas inteligentes y circunspectas manifiestan hacia seres humanos que visten el frac de camarero; no especuló sobre posibilidades y casualidades, sino que aumentó en su sangre esa extraña inclinación hasta que su profundidad escapó a toda burla y crítica. Su ternura no era la de las miradas secretamente alusivas y al acecho, la temeridad de los gestos atrevidos que de repente se desata, la pasión sin sentido de labios sedientos y manos temblorosas; era una aplicación silenciosa, un prevalecer de aquellos pequeños servicios que son tanto más excelsos y sagrados en su modestia cuanto que permanecen a sabiendas ocultos. Después de la cena alisaba las arrugas del mantel delante de la silla de la condesa con dedos tan tiernos y dulces como quien acaricia las manos queridas y plácidas de una mujer; colocaba las cosas en su proximidad con simetría devota, como si las dispusiera para una fiesta. Con el mayor cuidado llevaba las copas que habían tocado sus labios a su estrecha y poco aireada buhardilla y de noche las dejaba relucir a la luz perlada de la luna como si fueran joyas preciosas. Constantemente era, desde cualquier rincón, el secreto observador de sus movimientos y actividades. Bebía sus palabras como quien paladea lascivamente un vino dulce y de perfume embriagador. y recogía las palabras y las órdenes ávido como los niños la rápida pelota en el juego. Así su alma embelesada introdujo en su pobre e indiferente vida un brillo cambiante y opulento. Nunca se le ocurrió la sabia necesidad de trasponer todo el episodio a las palabras frías y destructivas de la realidad de que el miserable camarero François amaba a una condesa exótica y eternamente inalcanzable. Porque él no la sentía como realidad, sino como algo excelso, muy lejano, que bastaba con su reflejo de la vida. Amaba el imperioso orgullo de sus órdenes, el ángulo dominante de sus cejas negras que casi se tocaban, el pliegue indómito alrededor de la boca fina, la gracia segura de sus gestos. La sumisión le parecía a François algo natural y sentía como dicha la proximidad humillante del servicio modesto, porque gracias a ella podía entrar tan a menudo en el círculo seductor que rodeaba a su amada.
Así despertó de repente en la vida de un hombre sencillo un sueño, como una flor de jardín noble y cuidadosamente criada, que florece en una carretera donde el polvo de los caminantes ahoga todos los brotes. Era el vértigo de un ser sencillo, un sueño embriagador y narcótico en medio de una vida fría y monótona. Y los sueños de seres como él son como barcas sin timón, que van a la deriva presas de una voluptuosidad fluctuante sobre aguas silenciosas y espejeantes, hasta que de pronto su quilla choca con una sacudida seca en una orilla desconocida.

La realidad, sin embargo, es más fuerte y sólida que todos los sueños. Una noche el corpulento portero procedente del Waadtland le dijo a François al pasar: «La Ostrovska se marcha mañana en el tren de las ocho». Y luego añadió otros nombres sin importancia que él apenas escuchó. Porque esas palabras se habían transformado en su cerebro en un confuso remolino tumultuoso. Varias veces se pasó los dedos mecánicamente por la frente afligida, como si quisiera apartar un sedimento pesado, que allí reposaba y obnubilaba la razón. Dio unos pasos titubeantes. Inseguro y atemorizado cruzó delante de un alto espejo de marco dorado, del que le salió al encuentro un rostro mortalmente pálido y extraño. Los pensamientos no acudían a su mente, estaban por así decir aprisionados tras un muro oscuro y nebuloso. Casi inconsciente, descendió, agarrándose a la balaustrada, la amplia escalera hacia el jardín sumido en sombras, en el que los altos pinos se erguían solitarios como pensamientos sombríos. Su silueta intranquila dio unos inciertos pasos más, como el vuelo bajo y tambaleante de un ave nocturna enorme y oscura, y por fin se dejó caer en un banco, apoyando la cabeza en su frío respaldo. El silencio era absoluto. A su espalda, entre los arbustos redondeados, relucía el mar. Luces suaves y trémulas chispeaban sobre su superficie, y en el silencio se perdía la monótona cantinela murmurante de lejanos rompientes.
Y de pronto todo estaba claro, muy claro. Tan dolorosamente claro que François casi sonrió. Todo había acabado, sencillamente. La condesa Ostrovska se marcha a casa y el camarero François queda atrás en su puesto. ¿Acaso era tan raro? ¿No se marchaban al cabo de dos, tres o cuatro semanas todos los extranjeros que venían? Qué tontería no haberlo pensado antes. Porque todo estaba tan claro como para reír o llorar. Y sus pensamientos bullían y bullían. Mañana por la noche, en el tren de las ocho en dirección a Varsovia. A Varsovia..., horas y horas a través de bosques y valles, a través de colinas y montañas, a través de estepas y ríos y dinámicas ciudades. ¡Varsovia! ¡Qué lejos quedaba! No podía siquiera imaginar, aunque sí sentir en lo más profundo, esa palabra orgullosa y amenazadora, dura y lejana: Varsovia. Y él...
Durante un segundo aleteó una pequeña y fantástica esperanza. Podía seguirla. Y buscar empleo allí como criado, escribiente, cochero, esclavo; estar allí en la calle como mendigo, todo menos estar tan horriblemente lejos; al menos respirar el aliento de la misma ciudad, verla quizá pasar, ver su sombra, al menos, su vestido y su cabello negro. Ya surgían precipitadas visiones. Pero el momento era duro e implacable. François vio lo inalcanzable desnudo y claro. Calculó: cien o doscientos francos ahorrados, en el mejor de los casos. No bastaban ni para la mitad del camino. Y entonces ¿qué? Como a través de un velo desgarrado vio de pronto su vida, presintió lo pobre, miserable y fea que indefectiblemente sería de ahora en adelante. Años vacíos ejerciendo su profesión de camarero, torturado por un insensato deseo, esa ridiculez iba a ser su futuro. Lo recorrió un escalofrío. Y de pronto todas las cadenas de pensamientos confluyeron arrebatadas e imparables. Había únicamente una posibilidad.
Las copas de los árboles se mecían en una brisa apenas perceptible. La noche oscura y negra se alzaba amenazadora ante él. Entonces se alzó, seguro y sereno, del banco y se dirigió por la grava crujiente hacia el gran edificio que dormía en blanco silencio. Debajo de una de sus ventanas hizo un alto. Estaba ciega y sin un signo brillante de luz en el que se hubiera podido encender el deseo soñador. Ahora su sangre circulaba con latidos tranquilos, y se alejó como alguien al que ya nada confunde y engaña. En su cuarto se echó sin agitación alguna sobre la cama y durmió con un sueño denso y sin imágenes hasta la señal matutina del despertar.
Al día siguiente, su comportamiento se ciñó por completo a los límites de la deliberación meticulosamente definida y de la calma forzada. Con fría indiferencia cumplió con sus obligaciones, y sus gestos tenían una seguridad tan absoluta y tan despreocupada, que nadie hubiera imaginado detrás de la máscara falaz la amarga decisión. Poco antes de la hora de la cena, acudió con sus pequeños ahorros a la floristería más selecta y compró flores exquisitas que en su espléndido colorido le sugerían palabras: tulipanes del color del oro fogoso, que eran como la pasión; crisantemos blancos de amplia corola, como sueños luminosos y exóticos; finas orquídeas, las imágenes estilizadas del deseo, y unas soberbias rosas embriagadoras. Y luego compró un valioso jarrón de cristal con destellos opalescentes. Los pocos francos que aún le quedaban se los regaló al pasar, con un gesto rápido y distraído, a un niño que pedía limosna. Luego volvió al hotel. Con solemnidad melancólica colocó el jarrón con las flores delante del cubierto de la condesa, que dispuso por última vez con voluptuoso y minucioso esmero.
Llegó el momento de la cena. François sirvió la mesa como siempre: reservado, silencioso y competente, sin alzar los ojos. Sólo al final envolvió la silueta cimbreante y orgullosa de la condesa con una mirada infinita, que ella no percibió. Nunca le había parecido tan bella como en esta mirada última y libre de todo deseo. Luego se apartó con serenidad de la mesa, sin gesto alguno de despedida, y abandonó la sala. Como un huésped ante el que se inclinan los criados, atravesó los pasillos y descendió la elegante escalera de recepción hasta la calle: era evidente que en ese momento dejaba atrás su pasado. Delante del hotel se detuvo un segundo, indeciso; entonces empezó a caminar, bordeando iluminadas villas y amplios jardines, siempre adelante como un paseante ensimismado, sin saber adónde se dirigía.

Así vagó inciertamente hasta el anochecer en un estado de enajenación ensoñada. Ya no pensaba más en las cosas. Ni en las pasadas ni en las inevitables. Ya no le daba vueltas a la idea de la muerte, como sin duda en los últimos momentos el suicida circunspecto sopesa en la mano el brillante y amenazador revólver de profundo ojo y lo vuelve a dejar en la mesa. Hacía tiempo que se había sentenciado a sí mismo. Por su mente sólo pasaban imágenes en raudo vuelo, como golondrinas de viaje. Primero, los días de la juventud hasta aquella fatal hora de clase cuando una estúpida aventura lo propulsó violentamente desde la perspectiva de un futuro prometedor a la confusión del mundo. Luego los viajes incesantes, las dificultades por el sueldo, los proyectos, una y otra vez fracasados, hasta que la gran oleada negra, que llamamos el destino, quebró su orgullo y lo dejó abandonado en un puesto indigno. Muchos recuerdos multicolores pasaron revoloteando por su mente. Por fin relució el suave reflejo de los últimos días en sus sueños despiertos; y de nuevo abrieron violentamente la oscura puerta de la realidad que debía traspasar. Recordó que deseaba morir en ese mismo día.
Durante un rato recapacitó sobre los muchos caminos que conducen a la muerte, y comparó su respectiva amargura y su definitiva prontitud. Hasta que lo traspasó un pensamiento. En su sombría cavilación se le ocurrió un funesto símbolo: así como la condesa había arrasado inconsciente y destructivamente su vida, así debía arrollar también su cuerpo. Ella misma lo llevaría a cabo. Ella misma consumaría su obra. Y ahora sus pensamientos se aceleraron con increíble seguridad. En algo menos de una hora, a las ocho, salía el expreso que la llevaba a su encuentro. Se arrojaría debajo de sus ruedas, se dejaría destrozar por la misma fuerza arrebatadora que le arrancaba a la mujer de sus sueños. Se desangraría debajo de sus pies. Los pensamientos galopaban y se perseguían jubilosos. François ya conocía el lugar. Más arriba, al borde del bosque, donde las copas frondosas de los árboles oscurecían la última vista sobre la cercana bahía. Miró el reloj: los segundos y los latidos de su sangre casi marcaban el mismo ritmo. Era hora de ponerse en camino. Y ahora, de repente, sus pasos cansinos se volvieron elásticos y decididos, con ese ritmo duro y precipitado que el sueño mata en su avance. Agitado se precipitó en el esplendoroso crepúsculo del anochecer meridional hacia el lugar en el que, entre lejanas colinas cubiertas de bosque, el cielo aparecía incrustado como una línea color púrpura. Y corrió hasta llegar a las vías del tren, que relucían como dos líneas plateadas y le mostraban el camino. Lo condujeron por una ruta sinuosa hacia la altura, a través de perfumados y profundos valles, cuyos velos de niebla atenuaban plateados la luz cansina de la luna; lo condujeron ascendiendo a las colinas, desde las que se veía lo lejos que el mar vasto y nocturno refulgía con sus brillantes luces costeras. Y le mostraron por fin el profundo bosque mecido por el inquieto viento, que sumergió las vías en las sombras que se cernían.
Ya era tarde cuando François llegó con respiración entrecortada a la ladera oscura del bosque. Los árboles lo rodeaban lúgubres y negros. Sólo arriba, entre las copas transparentes, asomaba la luz temblorosa y pálida de la luna entre las ramas, que se quejaban cuando la ligera brisa de la noche las tomaba en sus brazos. De vez en cuando resonaban extrañas llamadas de lejanos pájaros nocturnos en el apretado silencio. Los pensamientos se le paralizaron por completo en esa aprensiva soledad. François sólo esperaba, esperaba y miraba fijamente si allá abajo, en la curva de la primera serpentina ascendente, asomaba la luz roja del tren. De vez en cuando consultaba nervioso el reloj y contaba los segundos. Luego volvía a prestar atención al lejano grito del tren. Pero era imaginación suya. El silencio era total. El tiempo parecía haberse congelado.
Por fin brilló allá abajo la luz. En ese segundo François sintió una sacudida en el corazón, aunque no hubiera podido decir si de temor o de alegría. Con un movimiento impetuoso se tiró sobre las vías. Al principio sólo sintió un instante el agradable frío de los raíles de hierro en su sien. Luego aguzó el oído. El tren aún estaba lejos. Podía tardar algunos minutos. Ahora no se oía nada excepto el susurro de los árboles en el viento. Los pensamientos saltaban confusos. Y, de pronto, uno que permaneció clavado como una dolorosa flecha en su corazón: que él moría por ella y que ella nunca lo sabría. Que ni la más pequeña ola de su vida encrespada había tocado la de ella. Que ella nunca sabría que una vida ajena había venerado la suya y se había destrozado contra ella.
Apenas perceptible y muy lejano se oía jadear por el aire casi quieto el golpeteo rítmico de la máquina que remontaba la pendiente. Pero el pensamiento seguía quemando con igual fuerza y atormentaba los últimos minutos del moribundo. El tren se aproximaba más y más con su estrépito metálico. Y entonces François abrió una vez más los ojos. Sobre él se extendía un cielo mudo de un azul casi negro y las copas intranquilas de unos árboles. Y sobre el bosque resplandecía una estrella blanca. Una estrella solitaria sobre el bosque... Los raíles empezaron a vibrar suavemente y a zumbar bajo su cabeza. Pero el pensamiento ardía como fuego en su corazón y en la mirada que abarcaba toda la intensidad y la desesperación de su amor. Todo el deseo y esta última dolorosa pregunta se volcaron en la estrella blanca y reluciente, que miraba benignamente sobre él. El tren se aproximaba más y más. Y el moribundo envolvió una vez más con una última e inefable mirada la estrella sobre el bosque. Luego cerró los ojos. Los raíles temblaron y vibraron, la marcha estrepitosa del presuroso tren se acercaba más y más y el bosque resonaba como grandes y martilleantes campanas. La tierra pareció tambalearse. Aún un aturdidor chirrido, un estruendo arremolinado, luego un estridente pitido, el grito de animal asustado del silbato del tren y la queja disonante de un freno inútil.

La bella condesa Ostrovska ocupaba en el tren un compartimiento reservado. Desde el inicio del viaje leía una novela francesa, mecida suavemente por el balanceo del vagón. El aire del estrecho habitáculo era sofocante y estaba cargado del denso perfume de muchas flores a punto de marchitarse. En las magníficas cestas de despedida los racimos de lilas blancas ya dejaban caer la cabeza, cansinas como frutas excesivamente maduras, las flores colgaban flácidas de sus tallos, y los cálices pesados y dilatados de las rosas parecían consumirse en la nube caliente de los aromas embriagadores. Un atosigante bochorno calentaba las pesadas oleadas de perfume, suspendidas perezosas incluso en la presteza acelerada del tren.
De pronto, la condesa dejó caer el libro con dedos fatigados. Ni ella misma sabía por qué. Una sensación misteriosa la invadió. Sintió una presión sorda y dolorosa. Un dolor repentino, inexplicable y angustioso se apoderó de su corazón. Creyó que iba a asfixiarse en el vaho turbador y cálido de las flores. Y ese aterrador dolor no cedía, sentía cada vibración de las ruedas veloces, la ciega marcha hacia delante la martirizaba indeciblemente La asaltó un deseo fulminante de parar el impulso acelerado del tren, de detenerlo ante el oscuro dolor hacia el que se precipitaba. Nunca en su vida había sentido su corazón atenazado por algo tan horrible, invisible y cruel como en esos segundos de dolor inconcebible y miedo inexplicable. Y esa sensación se hizo más y más acuciante, y más apretada la presión alrededor de su garganta. Como una plegaria surgió en ella el deseo de que el tren parara.
Ahí, de repente, un estridente silbato, el grito salvaje de aviso del tren y el quejido de los frenos con su lamentable chirrido. Y el ritmo ralentizado de las ruedas aladas, más y más lento, luego un tartamudeo mecánico y un golpe brusco.
Con dificultad se acercó a la ventanilla para aspirar a bocanadas el aire fresco. El cristal descendió ruidosamente. Afuera siluetas negras, corriendo... Palabras al vuelo de múltiples voces: un suicida... Bajo las ruedas... Muerto... En pleno campo...
La condesa se estremece. Instintivamente su mirada se alza hacia el cielo alto y silencioso y hacia los árboles negros mecidos por el viento. Y sobre ellos una estrella solitaria sobre el bosque. La condesa siente su mirada como una lágrima refulgente. La contempla y de pronto siente una tristeza como nunca la ha sentido. Una tristeza llena de fuego y deseo, como nunca existió en su vida...
El tren reanuda lentamente su marcha. La condesa se reclina en la esquina de su butaca y lágrimas silenciosas se deslizan por sus mejillas. La angustia sorda ha desaparecido, ya sólo siente un profundo y extraño dolor, cuyo origen busca explicarse en vano. Un dolor como el que tienen los niños asustados, cuando despiertan en la noche oscura e impenetrable y sienten que están por completo solos...


Stefan Zweig "La estrella sobre el bosque" [Cuento: Texto completo]


Fuentes:
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ale/zweig/estrella.htm